Kevin Siza Iglesias
@KevinSizaI
Barranquilla.
4 de Febrero de 2008. Millones de personas se movilizaban contra el “terrorismo”, al que el uribismo logró asociar casi de forma natural con la entonces guerrilla de las FARC-EP. En esta jornada, se unieron las voces más encendidas de la ultraderecha a escala planetaria, para promover en más 193 ciudades del mundo una campaña de odio y de guerra enceguecida contra cualquiera que pensara distinto y se atreviera a cometer la herejía de levantar las banderas de la paz y la solución dialogada al largo conflicto social, político y armado que aún hoy padece el país. Esta cruzada “anti terrorista”, inaugurada a nivel global en el presente Siglo por George W. Bush luego de los sucesos del 11 de Septiembre de 2001, tuvo en Colombia desde el año inmediatamente posterior un aliado fundamental, Álvaro Uribe Vélez, quien, con la promesa de acabar militarmente a las insurgencias en los primeros 6 meses de su mandato, se hizo a la Presidencia de la República en 2002, logrando reelegirse de forma fraudulenta en 2006, con un estilo mesiánico y autoritario y un discurso que hasta hoy, poco o nada ha variado.
Desde las grandes capitales, pasando por las ciudades intermedias, hasta los más pequeños y apartados pueblos de Colombia, la ultra derecha logró imponer su agenda de continuidad de la solución militar al conflicto. Tras el fracaso de los Diálogos del Caguán y luego de la profunda reingeniería de las Fuerzas Militares a partir del impulso de los Planes ‘Colombia y Patriota’, la ultraderecha, patrocinada por Washington, logró atizar el orden contra insurgente impuesto décadas atrás en el país, persiguiendo el “triunfo militar definitivo” con el despliegue posterior del Plan ‘Consolidación’, en un contexto en el que los triunfos electorales del progresismo y las izquierdas en América Latina habían modificado la configuración geopolítica de la Región. Como una excepción deshonrosa, se hacían sonar entonces las trompetas de la guerra. Esta, ha costado litros de sangre que al día de hoy sería imposible cuantificar, el despojo de millones de hectáreas de tierras a través del desplazamiento y cientos de problemas sociales asociados a la existencia de la confrontación armada. Estos, los más duros años del auge paramilitar, contaron con la persecución sistemática a la oposición social y política, asesinatos selectivos de líderes sociales y defensores de DDHH, las peores masacres de las que el país haya podido tener noticia y con certeros golpes a las insurgencias que debilitaron fuertemente su capacidad militar y su control territorial.
También, la ultraderecha logró aceitar una de sus principales máquinas generadoras de consenso o hegemonía, los medios de comunicación. Sin excepción, la gran prensa se alineó con el uribismo, ambientando su despliegue en un país profundamente afectado por las secuelas de la guerra que arribaba ya a su quinta década de desarrollo. Todo lo anterior incidió de forma definitiva en el afianzamiento, en el común de las gentes, de los odios exacerbados, de la justicia por las propias manos, del portazo a cualquier espacio de diálogo con las insurgencias, despojadas en ese momento de su estatus político y echada en el mismo saco con el resto de organizaciones “terroristas”. La calle, histórico espacio reivindicado y usado por las izquierdas para la movilización popular, también era disputada por la ultraderecha uribista para legitimar su política de seguridad democrática y aislar en la correlación de fuerzas a los que defendían soluciones políticas para superar la confrontación armada, quienes, pese a la adversidad, le siguieron apostando al intercambio humanitario de prisioneros, a las gestiones para liberación unilateral de éstos y a aclimatar las condiciones para explorar posibilidades de diálogo. Un millón de voces contra las FARC, como se denominó entonces esa movilización, logró aglutinar a ciudadanos desprevenidos e incautos cansados de la guerra, a un porcentaje importante de familias de militares (activos o en retiro), a casi todo el aparato estatal – gubernamental, a los partidos de derecha y a millones arrastrados por la incontenible y avasalladora fuerza del “embrujo autoritario” de Uribe.
20 de Enero de 2018. Tres días después de los confusos hechos presentados en la Escuela de Cadetes General Santander de la Policía Nacional en Bogotá, donde un Carro Bomba explotó con un tripulante abordo, dejando un saldo de 21 muertos y varias decenas de heridos, el uribismo, recién estrenado nuevamente en el gobierno encabezado por Iván Duque, luego de haber responsabilizado al ELN de la acción sin una investigación seria y exhaustiva, convocó una nueva movilización de calle “contra el terrorismo”. A excepción de Bogotá y Medellín, la marcha fue un rotundo fracaso. Luego de 8 años de “oposición” al gobierno de Juan Manuel Santos, principalmente (por no decir única) a causa de su rechazo tajante a la concreción de cualquier Acuerdo de Paz con las insurgencias, del pírrico triunfo del No y del retorno a la jefatura del poder ejecutivo, ha corrido mucha agua debajo del puente. El país definitivamente no es el mismo. La movilización, que intentó canalizar, de forma infructuosa por fortuna, la indignación y la rabia de la ciudadanía, no tuvo los efectos esperados: Legitimar un nuevo ciclo de confrontación armada con las insurgencias (ELN y EPL) para esperar, nuevamente dentro de 10. 000 muertos, un nuevo escenario para imponer su tradicional modelo DDR (desarme, desmovilización y reintegración), en el que no se dé cabida a la discusión de profundas reformas necesarias, contenidas desde hace tiempo en Colombia, alejándose por completo de la vía de solución política.
Independientemente de las valoraciones y dudas que puedan surgir en torno al atentado de la Escuela General Santander (orígenes, motivaciones, desconfianza en las instituciones como la Fiscalía General, etc.), que, por demás, son válidas y justificables entendiendo las prácticas históricas de la ultraderecha colombiana, lo cierto es que su impacto sobre la sociedad colombiana fue contundente. Los más amplios y diversos sectores del país coincidieron en rechazar de forma categórica cualquier acto de terror que perturbara la tranquilidad de las y los ciudadanos, lo cual compartimos. Y claro, como en río revuelto siempre pescan los oportunistas, el débil gobierno de Iván Duque intentó relanzar su imagen, con un reeditado libreto de odios y antagonismos, llevándose por delante la Mesa de Diálogos con el ELN, que venía suspendida desde el inicio de su periodo presidencial, toda vez que, de entrada, intentó imponer condiciones a las que los rojinegros no accedieron, pues a pesar de su debilitamiento, no se encuentran derrotados militarmente y cuentan aún con capacidad ofensiva, sobre todo en algunos territorios (Arauca, Catatumbo, Sur de Bolívar, Antioquia, Magdalena Medio).
11 años, aproximadamente, separan las dos movilizaciones convocadas por el Uribismo y a pesar de que hoy cuentan nuevamente con la Presidencia de la República, a la que accedieron montados en el ‘castrochavismo’, en los fake news y en un debilitado pero aún fuerte respaldo de ciudadanos, no tienen la misma capacidad de convocatoria y movilización que en otrora. La altísima impopularidad de Iván Duque, que según Datexto llega al 62 %, se deriva de su evidente incapacidad política, de la carencia de liderazgo y autonomía para asumir decisiones propias y de los proyectos anti populares presentados por su gobierno, lo que hace de éste un momento difícil de sortear para la ultraderecha, que se encuentra a la ofensiva de cara a las elecciones de Octubre próximo, en un contexto en el que el descontento popular se incrementa y la tendencia se inclina hacia el desarrollo de mejores y mayores niveles de conflictividad social. Esto, también impone retos a los comunistas, a la izquierda, a los sectores democráticos y alternativos, que tienen que ver con la tarea de persistir en la lucha por la solución política y la paz, a pesar de los incumplimientos y de la perfidia con relación a los Acuerdos de Paz del Teatro Colón. Los esfuerzos por superar el enfrentamiento fratricida entre colombianos y la eliminación del uso de las armas en la política, deben ser acompañados por el más amplio espectro de fuerzas sociales y políticas del país, entendiendo que la paz, es también un escenario que está en disputa y que su conquista, sólo será posible con la acción de las gentes del común. Exigir la reapertura de la Mesa de Diálogos con el ELN y la instalación de los mismos con EPL, sigue siendo una tarea de primer orden en la idea de consolidar el triunfo de la vía de solución política del conflicto armado, que se abrió como posibilidad cierta desde Noviembre del año 2016. Como decía con insistencia José “Pepe” Antequera: “Nuestra bandera es y será siempre la paz”.
Barranquilla, 21 de Enero de 2019.